6/30/08

Fragmentos de algo que vendrá

A Mares de Alba no le circunda el agua. No hay ningún océano ni río junto a él. Sólo lo refrescan las aguas subterráneas que bajan por la ladera en la que se asienta. Al beberlas saben a metal, como si se estuviera chupando monedas. Al igual que los animales del desierto, Mares de Alba sólo se baña con el sol y la arena roja que salpica sus paredes a la menor ráfaga de viento. El cobre que sustentaba el relieve de los alrededores quiere volver a inundar todo el paisaje, como en un principio, cuando los romanos aún no habían descubierto la riqueza cúprica de aquel suelo. Las casas, todas pintadas de blanco, todas viejas, todas bajas, lucen sus arquitecturas descascarilladas y teñidas de rojo sangre. La mina que originó Mares de Alba vació sus entrañas cuando aparecían prematuras las primeras arrugas de los habitantes hoy ancianos en una piel también virada a rojo oscuro, a banquetas bajas, a hogazas de pan de corteza dura, a navajas, a sudor. Mares de Alba es ese polvo de cobre, y ya nadie se preocupa por ocultarlo.


[...]

La abubilla encuentra cobijo en cualquier lugar que se precie. No se molesta en hacer un nido recogido y cuidado. Puede sentirse a gusto en una oquedad dentro de un viejo castaño podrido de corteza ennegrecida y guarecerse sólo con unas pocas hojas que apenas disimulen su cresta color canela. Desde allí emiten su reclamo de apareamiento, su sonido característico, día y noche, hasta que su pareja copula con ella.
Saturno fue hace sólo diez años la pocilga del viejo Zacarías, donde crió cerdos toda su vida. Ahumaba sus jamones en la chimenea de su cocina hasta que quedaban cubiertos de la ceniza de la madera quemada. Sólo consiguió vender dos, los dos primeros que ahumó, a parientes cercanos. Su sabor era tan malo que no consiguió colocar ninguno más, pero no por ello dejó de criarlos, aunque siempre para consumo propio. Una hermana suya le encontró un día muerto junto a la puerta de su habitación, agarrado a las sábanas, tiradas por el suelo. A los pocos meses puso a la venta la pocilga y la compró un hostelero de Ciudad Real, que la convirtió en Saturno, una discoteca que sólo difería de otros edificios de las afueras de Mares de Alba por su austero letrero fluorescente.
Aquellos adolescentes imitaban sin saberlo a la abubilla, su animal autóctono. Aquel viernes, aquella noche como cualquier otra, Mario Silva y Alba Soler follaron contra la pared trasera del Saturno, a oscuras, sin siquiera haber intercambiado una sola palabra, los pantalones de él manchados por el barro alcohólico que se creaba alrededor del contenedor, ella contra la pared, volviéndose para mirarle con la sonrisa feroz que heredó de su madre, la música electrónica marcando el ritmo de las embestidas de él. El pequeño bolso de cuero falso de ella sobre una silla de mimbre destartalada. Sus bragas baratas y amarillas, rotas, sucias, pisadas.
Aquel viernes. Aquellos dos. En la oscuridad, jadeando.

2 comments:

GANZUAS said...

¿Y cuando viene,oiga?

Kaplan said...

Las musas vienen sin avisar, qué le voy a contar...