8/10/08

Fragmento de algo que vendrá

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A Elías Soler le cortó su abuela el cordón umbilical que le unía a su madre, mientras sus tías miraban cómo movía las manitas aquel pequeño hato blanquecino de grasa y cartílagos. Era una noche de octubre y el viento chocaba con furia contra la puerta de la casa. Los crujidos de los muebles y los cuchicheos de las tías se silenciaron con el primer quejido del cachorro recién nacido. No parecía gustarle que le quitaran de la piel el óleo en el que había estado bañado durante meses. Una vez hubo sido aseada tras expulsar la placenta, la vieja dejó en el pecho de la parturienta al bebé y se retiró con sus hijas al salón, dejándola a solas con el recién nacido. Ascensión tenía dieciséis años. Acunó casi desmayada a Elías mientras tarareaba una nana que inventaba sobre la marcha. Acercó la cabeza calva del niño a su pezón derecho. Nadie le había enseñado que aquello era en realidad un momento de felicidad. Seis meses después de aquella nana el sol la iluminaría muerta una mañana. La abuela diría entonces que, a raíz del parto, se le había ensuciado la sangre.

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